La Iglesia Primitiva no temía a la muerte, la anhelaban, no por alguna emoción irracional, sino por amor a la verdad.
El apóstol Pablo declaró:
“pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor.” (2 Corintios 5:8 RVR60)
y “nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo”. (Romanos 8:23).
Además, reveló este gemido interior cuando escribió:
“Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida.”. (2 Corintios 5:4)
Los primeros cristianos comprendieron plenamente que esta vida era una carga. Ya no querían estar atados por las cadenas de esta vida insignificante, que no es más que un vapor (Santiago 4:14), sino que despreciaban vehementemente las cosas del mundo.
Hay una profunda pasión en el corazón de un creyente que desea ser encontrado digno de ser partícipe de los sufrimientos de Cristo (1 Pedro 4:13). La Iglesia Primitiva no creía que Jesús ‘había hecho todo en la cruz’ y, por lo tanto, cualquier obra hecha de nuestra parte llegan a ser solamente obras muertas. El apóstol Pablo revela claramente que ese no es el caso, de lo contrario tendrías que decir que estaba en error al decir:
“Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo…”, (Colosenses 1:24).
Cristo requiere que todos seamos partícipes de Sus sufrimientos si queremos ser seguidores de Él:
“ y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí.” (Mateo 10:38)
Para poder ser considerados seguidores de Cristo, estamos obligados a llevar nuestra cruz. Sin embargo, esto puede parecer una tarea difícil, pero está escrito:
“Sus mandamientos no son gravosos“ (1 Juan 5:3).
El curso de la muerte es una forma de vida que los primeros cristianos entendieron mejor que lo que hoy conocemos y por lo tanto, se inspiraron en los ejemplos que presenciaron. Reconocieron que la verdadera libertad consistía en separarse de esta vida terrenal, y unirse a lo eterno. Era más que morir físicamente; se trataba de poner a la muerte los deseos de la carne – esa era la libertad que anhelaban. Ireneo describe este deseo a continuación:
“El cuerpo ciertamente está muerto, debido al pecado; pero el Espíritu es vida, debido a la justicia. Pero si el Espíritu de Aquel que levantó a Jesús de los muertos mora en vosotros, El que levantó a Cristo de entre los muertos también acelerará vuestros cuerpos mortales, debido a que Su Espíritu mora en vosotros.” (Romanos 8:10, etc.) Y de nuevo dice, en la Epístola a los Romanos: “Porque si vivís conforme a la carne, moriréis.” (Romanos 8:13) [Ahora con estas palabras] no les prohíbe vivir sus vidas en carne y hueso, porque él mismo estaba en carne y hueso cuando les escribió; pero corta los deseos de la carne, los cuales traen la muerte al hombre. Y por esta razón dice en continuación: “Pero si por medio del Espíritu mortificamos las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son los hijos de Dios.” (1)
Ireneo expuso el significado del tipo de muerte que nos libera de la esclavitud de este mundo (esta vida); para ya no ser esclavo del pecado, sino para ser libre en la vida del Espíritu. Esta es la forma de vida que el cristianismo moderno ha perdido. La iglesia ha perdido el arte de
“despojarnos “del viejo hombre con sus hechos” (Colosenses 3:9).
¿Cuántos ministros escuchamos hoy en día dar una exhortación al martirio y a poner a muerte el pecado? ¿No solamente exhortándonos a hacerlo, sino mostrándonos cómo ponerlo en práctica? La Iglesia Primitiva era competente para ser un sacrificio viviente.
Poniendo a la muerte a su viejo hombre, los preparó para ser mártires; ya eran mártires aún antes de morir. Este es el patrón. Jesús dijo a Sus discípulos que tomaran su cruz para seguirlo (Mateo 16:24), es decir, Jesús ya llevaba Su cruz antes de su crucifixión en Gólgota. La naturaleza de Jesús no puede ser vista a través de nosotros a menos que hagamos lo que el apóstol Pablo describe,
“llevando en el cuerpo siempre la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos.“ (2 Corintios 4:10)
De ahí el celo de los primeros cristianos de morir aún más a sí mismos, para que Jesús se manifestara a través de ellos.
Mientras que la mayoría de los creyentes hoy en día temen una persecución inminente y oran para que ‘sean raptados’ antes de enfrentar cualquier forma de sufrimiento, la Iglesia Primitiva se entusiasmó con soportar el sufrimiento; así como nuestro Señor y los apóstoles sufrieron . Pablo se regocijó en sus sufrimientos (Colosenses 1:24), y este sentimiento fue contagioso entre los primeros cristianos, lo cual se evidencia con los escritos de Ignacio, quien fue discípulo del apóstol Juan:
“Cuando sufro, seré el liberto de Jesucristo, y me levantaré de nuevo emancipado en Él. Y ahora, estando atado a Él, aprendo a no desear nada mundano o vano.” (2)
Al poner a la muerte las cosas de este mundo, sus esperanzas estaban puestas en la gloria que los apóstoles les estaban revelando; esta fue la esencia de la ardiente pasión de ser partícipes de los sufrimientos de Cristo. No tenían miedo de una muerte natural, porque ya habían muerto a la codicia del mundo y no tenían apegos que los retuvieran. Así, al enfrentarse a las fosas de leones, a la tortura, a las crucifixiones, no eran cobardes que oraraban para ser raptados, sino que adoraban al Dios Todopoderoso. Las persecuciones y tribulaciones nos entrenan para llegar a ser semejantes a Cristo. El sufrimiento no era visto como una tortura para evitar, sino como una oportunidad para ganar a Cristo y de esta manera también Su semejanza. Ignacio nos da una idea de cómo se ve la persecución y da un ejemplo luminoso.
“Desde Siria hasta Roma lucho con bestias, tanto por tierra como por mar, tanto por la noche como por el día, estando atado a diez leopardos, me refiero a una banda de soldados que, incluso cuando reciben beneficios, se muestran aún peor. Pero yo soy el más instruido por sus heridas [para actuar como discípulo de Cristo]” (3)
Aún mostrando amor a sus enemigos, ellos se volvían cada vez más agresivos en su forma de tratar a Ignacio, sin embargo esto no lo desalentó de su fe. No cuestionó a Dios con respecto al por qué estaba permitiendo que esto le sucediera, entendió plenamente y agradeció la oportunidad. ¿Cómo no amar el corazón de un mártir, de un adorador del Rey de reyes, de un amante de la verdad? ¿Cómo se pueden leer sus escritos y no estar impresionados con sus vidas, de su sabiduría, de su pasión? Una de las principales claves para ser un mártir intrépido y regocijarse frente a la adversidad es estar libre de la esclavitud de este mundo. Este próximo pasaje es una de las inscripciones más hermosas que se hayan escrito. Ignacio escribe de su profunda pasión por alcanzar a Cristo:
“Ahora empiezo a ser discípulo, y no deseo después de nada visible o invisible, que pueda alcanzar a Jesucristo. Dejar que el fuego y la cruz; dejar que las multitudes de bestias salvajes; dejar que las rupturas, los desgarros, y las separaciones de los huesos; dejar el corte de miembros; dejar que los moretones sean hechos por partes de todo el cuerpo; y que el tormento mismo del diablo venga sobre mí: sólo permítanme alcanzar a Jesucristo.” (4)
Tengo dificultades para leer este pasaje con los ojos secos. La Iglesia Primitiva hace que el sufrimiento suene romántico. Este es el corazón de un verdadero cristiano que desea ser como nuestro Salvador, que está enamorado de la Palabra y no desea nada más que alcanzar a Jesucristo. Aquel que está dispuesto a enfrentarse a Satanás mismo, para llegar a ser como nuestro Salvador. Tener este amor no viene por el escuchar las historias bíblicas, esto viene por el misterio de Cristo Jesús que se revela. Morir es realmente vivir. Amén.
Referencias:
1. Ireneo – Contra Herejías Libro 5 Cap. X
2. Ignacio – Epístola a los Romanos Cap. IV
3. Ignacio – Epístola a los Romanos Cap. V
4. Ignacio – Epístola a los Romanos Cap. V
Todas las referencias de las Escrituras son de La Santa Biblia Versión Reina Valera: RVR60. Thomas Nelson, 2010, a menos que se indique lo contrario.